Cora y Lina eran obreras en una construcción descomunal. Su trabajo consistía en cavar y cavar, creando pasadizos que daban a otros pasadizos y estos a otros más lejanos.
Aunque habían pasado la mitad de su vida inmersas en aquella obra, su piel era tersa y negra como el tizón. Cargaban a sus espaldas pesos impensables y día y noche se las veía ahí, sin pegar ojo. Eran esclavas voluntarias o como aquí se conocen, becarias.
Cora soñaba con la hora de la comida, salir de aquel zulo y engullir cualquier cosa, aunque a veces tuviera que recorrer caminos y caminos para encontrar algo sabroso.
Lina picaba algo a poca distancia del lugar de trabajo y volvía a zambullirse con su pala y su pico. Era una tierra seca, yerma. Nunca, jamás, desde que Cora y Lina llegaron al lugar había caído una sola gota del cielo. Muchos temían la lluvia porque nunca la habían visto, ni sentido, ni olido. Solo sabían que a muchos, muchos, muchos pasos de allí existía un campo completamente inundado por lluvia salada. Lina temía que algún día su campo quedara bajo el agua y su obra se despedazara como un trozo de miga de pan en un vaso de leche. Pero también era cierto que todo lo oído no eran más que historias, nada se sabía con certeza.
Un día, Cora salió a comer y al volver comentó lo gris del cielo y un olor extraño. Al instante se corrió la voz, y los más ancianos predijeron lluvia. Lina se cobijó al lado de Cora, asustada rezando en todos los idiomas y religiones que conocía, poquitos, para que mentir. Preguntó una y otra vez si una vez que empezaba a llover ya no paraba, si era así como se creaban los mares. Nadie tuvo respuesta.
Para demostrar a Lina que la lluvia no era tan peligrosa como decían, Cora salió a tierra y esquivó con agilidad las primeras gotas de la tormenta. Lina la miraba desde un huequecito, aterrorizada pero al mismo tiempo admirada por la valentía de su compañera. Cora no tardó en encontrar refugio ya que en sus largos paseos en busca de comida había acabado por conocerse toda la zona.
Aquel huequecito hundido en la tierra, aquel hormiguerito de barrio que daba cobijo a Lina atrajo a la gran gota de la tormenta y cubrió a Lina por completo. Su cuerpo negro, sus antenas, sus patas. Todo su ser quedó envuelto en un océano dulce, infinito, eterno. Al momento la tierra de su alrededor absorbió aquel intento de pezmorfosis y Lina quedó libre y aturdida, pero libre.
La tormenta pasó. Todo quedó como antes. Ninguna otra hormiga pudo sentir la lluvia, ni siquiera Cora. La lluvia siguió siendo una leyenda para todas ellas menos para Lina que la pudo experimentar y sentir, pudo nadar, por un instante, en la dulzura de la mar salada.
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